El Rin es feliz

Sarita era mi profesora de música en edad escolar. Y sobre todo reaccionaba una melófoba encubierta, aunque no consiguió el objetivo de que aborreciera la música. Estuvo muy cerca de lograrlo cuando me hizo subir al escenario para interpretar a capella una versión del Danubio Azul cuya letra ella misma había escrito.

Viene a cuento este lamentable sucedido y esta regresión porque un pasaje del maltratado vals aludía a la dicha del Rin: «El Rin, tu hermano menor, es feliz», escribía Sarita y cantaba yo, ignorando ambos que el caudal de aquel río era probablemente el más sangriento de Europa: desde la frustrada expansión de Germania pretendida por los romanos hasta la hemorragia de la Segunda Guerra Mundial.

Sarita ha demostrado la intuición de una visionaria. El Rin es feliz, en efecto, porque Angela Merkel y su difunto escudero, Sarkozy, lo convirtieron en la columna vertebral de Europa, naturalmente a costa del Mediterráneo, del Mar Negro o de la melancolía atlántica con que los portugueses otean los desfiladeros de Albión. Nace el Rin en los Alpes y desemboca el Rin en el Mar del Norte, de tal forma que los países implicados en su cauce de casi 1.300 kilómetros son prácticamente los mismos que Berlín considera dignos de instalarse en la primera división: Luxemburgo, Bélgica, Holanda, amén de Francia y de Alemania, y de sus respectivos timoneles.

Es donde adquiere sentido la ciudad bisagra de Estrasburgo, precisamente porque la sede del Parlamento europeo, a la orilla del Rin, define los vaivenes de las relaciones entre Francia y Alemania. Uno y otro país, ya reconciliados, acordaron erigir un monumento a los caídos... en general, pues la ciudad alsaciana ha cambiado tantas veces de mano desde el medievo en adelante que la historia desdibuja la línea divisoria de los ganadores y los perdedores.

Es un matiz estremecedor que evocaron Adenauer y De Gaulle hace 50 años y que percibieron Kohl y Mitterrand cuando se dieron la mano como escolares en Verdún (1984). Un acontecimiento simbólico que mostraba la pujanza del proceso europeísta como ocultaba la resistencia que opondría años más tarde el presidente francés al proyecto pangermánico de la reunificación.

Quizá intuyó el patriarca socialista que Alemania iba a convertirse en la potencia hegemónica de Europa. Tenía razón Mitterrand, hasta el extremo de que la resistencia inicial de Hollande a la doctrina económica y política de Merkel se ha ido desvaneciendo en beneficio de un vasallaje que reconcilia al jefe del Estado con la figura de Poulidor y que contiene expresiones de desprecio tan elocuentes como la inhibición de Alemania en la crisis francesa de Mali.